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Cuenca. Sueño Cierto

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Búsquese un adjetivo con el que aproximarse al riesgo de la definición que más se ajuste a Cuenca. Hágase después de recrearse entre las callejas, plazas, callejones, recovecos, placitas y rincones de su escarpado casco antiguo. Pronto comprobará el admirado visitante que no es tarea fácil. Insólita: por su singularísima orografía encrespada -podría valer-. Mágica: por esa rara cualidad para estilizarse, volviéndose casi irreal desde su propia configuración elevada, capaz de fundir naturaleza de roca y piedra con arte y ciudad -pues también sería acertado, aunque acaso demasiado recurrido-.

Especialísima, singular, diferente, son otros de los apelativos que ayudarían a desentrañar la difícil esencia de ésta curiosa joya castellano-manchega en la que volumen y línea juegan continuamente a trazar sus incontables peculiaridades. Hay sin embargo un adjetivo ineludible que además familiariza a los citados. Ninguno sintetiza mejor a la antigua ciudad árabe que el de “sorprendente”. Así es ésta preciosa urbe que sobrevivió al asedio francés, y todavía reclama mayor atención que la brindada por sus ya numerosos – en aumento durante los últimos años – visitantes; pero todavía merecedora de mayor demanda.

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Y que tampoco aspira a un fácil desbordamiento masivo que podría hacer peligrar a alguno de sus más entrañables encantos, como ese aire de misterio, o cierto secretismo y elocuente soledad que sigue impregnando a la ciudad antigua, amablemente fantasmagórica: hasta simular que su más raro estigma consiste en parecer imperturbable, inmune a los atropellos y vértigos del tiempo. Que para eso de vértigos bastante atesora su especial configuración.

Sobre todo entre los alrededores de sus zonas más elevadas – aunque bueno, se trata de un vértigo asumible, surgido del propio espectáculo natural – en torno al Barrio del Castillo, al que se accede por la calle San Pedro desde la original, irregular Plaza Mayor y sus callejas adyacentes, que brindan entre sus lindes y miradores la pasmosa belleza de las hendiduras socavadas por el Huécar y el Júcar a ambos costados de la ciudad. Erguida como una gran mansión de piedra, hierro, madera, adobe y ladrillo asomándose al vacío natural de sus balconadas y rincones.

Escribió Pio Baroja, que aquí sufrió exilio, que en Cuenca los burros se asomaban a las ventanas de las casas, apostadas sobre el abismo como proas de navío desafiantes al mar quieto del aire. (Y el caso es que tan sugerente imagen, que bien habría merecido la atención del genio surrealista de René Magritte, tiene una explicación muy sencilla. Anteriormente, en las famosas casas colgadas sobre el Huécar, la parte baja se dedicaba a establo de animales; y allí, pues claro, los burros se entretendrían desde los balcones suspirando, algo aburridos, por la libertad del horizonte). O simplemente para dejarse ver, o para contemplar embelesados la quietud del paisaje – ¿Se le escaparía al gran ilustrador Goñi, otro de los grandes enamorados de Cuenca, un detalle visual así? -.
Icono visual de la ciudad, junto a ellas se ubica el famoso Museo de Arte Abstracto, que supuso el decisivo foco de atención – gracias a un también insólito y arriesgado alcalde franquista – hacia Cuenca como lo que hoy significa, uno de los destinos de turismo cultural más peculiares y sugerentes en toda Europa. Y que se fue consolidando con la creación del magnífico Auditorio de Música, las fundaciones dedicadas a los dos artistas plásticos (y amigos) Antonio Saura y Antonio Pérez; o el excelente Museo de las Ciencias.

Cierto que Cuenca sorprende a cada paso. Pocas ciudades europeas tienen la capacidad, diríase que milagrosa, de la aguerrida y humilde urbe conquense, para ofrecer lugares y rincones desde los que atraer la admiración hacia su indescifrable orografía.

Piensa uno que ya la absorbió suficientemente para llevarla con mimo en la ajetreada maleta de su memoria viajera, y se equivoca. Pasado un tiempo vuelves a Cuenca, aparentemente tan limitada por su ceñido espacio montañoso, y la ciudad de los claroscuros sigue revelando nuevos, sorprendentes hallazgos, demostrando que la magia de sus tesoros naturales y arquitectónicos es inagotable.

Pudiera ser que en estancias anteriores no se hubiese detenido el viajero a contemplar la expresiva fusión entre naturaleza y arte que brindan las impresionantes formas calizas sobre la hendidura del Júcar. Hágalo ahora con detenimiento y observará estupefacto cómo desde su composición extrañamente azarosa, se insinúan ojos y elocuentes rostros humanos – o que desearían serlo, parecerlo al menos – retando las siempre sinuosas fronteras y equilibrios entre racionalidad y misterio.

Una de esas insospechadas revelaciones naturales captó la atención del gran pintor expresionista abstracto Antonio Saura, llamándola “los ojos de la mora”, por la gran sugerencia oriental de los huecos rasgados sobre las mismas rocas. (Admirénse algunas de sus obras más célebres en la Fundación que le recuerda junto a su antiguo domicilio, y se explicará la curiosa conexión entre la pintura – esos cuencos de ojos oscuros tan característicos en gran parte de ella – del artista aragonés afincado en Cuenca, y la propia naturaleza aludida apostándose fantasmagórica, enigmática y retadora frente a su mirada cotidiana. En fin, que si sospechara el lector de éstas admirativas lineas, que hubiesen sido producto del exceso, o de la fácil admiración del trotamundos hacia lo que se sale de lo habitual, adéntrese y compruebe por sí mismo, su verosimilitud.

Acceda por la ligeramente sinuosa calle Alfonso VIII, y dejando a la izquierda la extensión de Torre Mangana – donde se ubica el Museo de las Ciencias – y el Convento de las Carmelitas, y llegará al punto confluyente de la Plaza Mayor, con visita obligada a las riquezas de su peculiar catedral. Suba desde allí por la calle San Pedro al barrio del Castillo, y sólo unos metros más arriba, desde el soberbio mirador, puede empezar a admirar el asombroso conjunto urbanístico, monumental y natural de la Hoz del Huécar, con el Parador Nacional – antiguo convento de San Pablo – a la izquierda, y toda Cuenca desparramándose airosamente o pareciéndose despeñar monte y roca abajo. Como hundiéndose en un cuenco de inmortal y graciosa fortaleza, tan inverosímil como cierta.

Hay que darse tiempo, huyendo de las prisas acordadas, para luego descender – esforzándose en no levitar – hacia la Cuenca más bulliciosa y moderna; a la que tampoco faltan encantos más reconocibles como la placidez del Parque de San Julián o el cosmopolita paseo por la calle Carretería, núcleo urbano de una agradable ciudad que con su red de excelentes librerías – la clásica “Evangelio” sería ilustrativo ejemplo – demuestra la atención por la cultura que impregna a toda Cuenca.

Y en ese contrastado nexo entre antiguo y nuevo, entre ciudad aparentemente abarcable y recóndita – sorprendente, sí – y la reconocible modernidad, no existe mayor o sutil enlace que la deliciosa calle Tintes, embrujada postal diríase que veneciana, por la que al atardecer quien esto relata siente especial debilidad.

Fusión de las dos ciudades que entre tímido y meloso lame por allí el Huécar, con su ligera curvatura a los pies de la Cuenca rocosa y soberana, se ciñe a la cintura de la ciudad para desde su romántica atmósfera dar paso a la Cuenca del ajetreo diario. Como si a partir de ella y su silencioso devenir todo lo anterior fuese ficción provocada por un inquietante y bello sueño nocturno; dando elegante paso y haciendo de puente hacia la más cercana realidad de una urbe con sus vistosos comercios, bancos, cafés y lugares de ocio.
Y que luego se estira por la calle Fermín Caballero, dando salida a la ciudad que a muy pocos metros de ella agitó al visitante con su sorprendente y desafiante cocktail de callejas, rinconcitos adornados con sumisas fuentes, miradores capaces de romper con cualquier adormecida rutina visual, y recovecos simulando una placidez que más ciertamente invita a pensar sobre formas y raros equilibrios. Embriagándole con su inexplicable embrujo de quiebros y claroscuros, difíciles trazos y retos arquitectónicos que recuerdan a las más genuinas construcciones subsaharianas.

Volverá el gozoso extrañado para seguir sorprendiéndose en cada visita. Y además, dentro de pocos meses, por el otro milagro de la técnica, tendrá a ésta pequeña por su quebrada extensión, inabarcable ciudad por su riqueza orográfica, paisajística y monumental, a tan sólo media hora de Madrid. El AVE ha sido una de las máximas aspiraciones de la acogedora población conquense, siempre abierta a aumentar la ya profusa lista de rendidos admiradores, siempre dispuestos a vivir un sueño – sí- cierto.

fernando_01Fernando García Román nació en Málaga en 1950. Escritor, periodista y poeta, dirige el periódico Travesías, que nació en julio de 2000. Su primer libro de poesía, De pájaros (Alicante, Instituto Juan Gilbert, 1987) ganó el II Premio de Poesía Juan Gil-Albert y ha sido recientemente reeditado, corregido y ampliado con el título Tránsito 1972 – 1985 (Málaga, Ayuntamiento, 1998). Ha publicado también El Barco, el tren, el avión (Madrid, Orígenes, 1998). Crónica imprecisa (de Madrid) (Madrid, Libertarias, 1990) De guerra (memoria y vigencia), Exaltación (de vida). Además tiene en su haber dos guiones de cine ¡Orward Philipe» (Madrid, F. García, 1987) y Sur de Sangre (Madrid, Bermar, 1980).


 

2 COMENTARIOS

  1. Muchas gracias por el artículo Fernando, me ha hecho recordar nuestra visita de hace unos años. La verdad es que es una maravilla perderse por las callejuelas de la ciudad, contemplar las hoces de los ríos Júcar y Huécar, las Casas Colgadas o la Catedral por ejemplo. Las vistas de la ciudad desde la zona del castillo es un auténtico regalo.
    Y por si fuera poco, está el comer por la ciudad o salir a tomar unos vinos disfrutando de unas tapas estupendas.
    Ya me tarda el volver por allí.

    http://correndoabulixa.blogspot.com.es/2013/07/cuenca.html

  2. Fernando, me gustaría contactar contigo, y enviarte mi nuevo libro «La Colonia del Retirro. Memorias cursis de un niñobien». Pedro GR

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