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La Ruta del Califato

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La Ruta del Califato transcurre desde la ciudad de Córdoba hasta la de Granada. Por eso sentimos comunicar al viajero que tendrá que abandonar Córdoba.

Ni siquiera se sabe de cual de ellas se despedirá con mayor melancolía, si de la Córdoba romana, intuida y noble que aflora bajo el fondo de las piedras y el tiempo, si de la sutil Córdoba judía, que apenas vislumbra pero intuye, si de la Córdoba musulmana, o de la Córdoba cristiana de arcos ojivales y hastiales y barrocos.

Ruta del Califato: Medina Azahara
Ruta del Califato: Medina Azahara

Es también de temer que no quiera o pueda desligarse de alguna de ellas porque las encuentre engarzadas como la filigrana de plata que los joyeros locales trabajan en sus patios: a saber, que las ojivas se hayan intercalado con los techos de arquitrabe, que las adarajas de un tapial hayan continuado encaladas su singladura, que cualquier alfarje remate en frontón partido, o que más de un medallón italianizante ande apoyado en obra de ladrillo y ésta a su vez sobre aparejo de soga y tizón que no querrá por nada del mundo verse privado de una coronación que por error inicial pensó indigna de su robustez y a la cual los siglos la han unido en fructuoso maridaje.

Se añadirá a la indecisión el desglose de luces y volúmenes que habría que efectuar entre los elementos referidos, por no hablar de qué aires de la gente de la ciudad prefería prescindir, si es que puede darse ese lujo, y entonces el viajero convendrá con nosotros en que dentro del adiós le están velados la diversificación y el olvido.

El viajero deberá, pues, resignarse al recuerdo global enamorado y sus ojos y su corazón tocarán por última vez, por ahora, los postreros sorbos de luz que el día le conceda. Sin pérdida de tiempo se dirigirá a la Mezquita. Entrará sin prisa ni sin rumbo en el laberinto del mármol, jaspe y granito, elevará a trechos los ojos hacia los arcos encabalgados, volverá a enredar su vista y pasos entre el juego de volúmenes y sombra, abstraerá la hiriente belleza objetiva de la catedral cristiana y sabrá ver en su armoniosa infinitud el primigenio edificio recuperado.

El viajero se tomará en esta operación todo el tiempo que precise. Luego, si le queda alguno, saldrá al patio de los naranjos y ya no le será difícil notar el alminar omeya bajo el remate renacentista de Hernán Ruiz, ni con el alrededor barroco que en 1650 hubo de colocarse ante el peligro de desplome.

Abandonará luego el conjunto y enhebrará sus pasos por las calles estrechas hasta llegar a la Sinagoga. Admirará la pequeñez y el recato del lugar, continuará después por el adarve o por fuera de la muralla, que más da, y bajará de nuevo hacia el río donde contemplará la inexistencia del arrabal que se alzaba en la otra orilla que Al-Hakem I mandó arrasar y sembrar de sal tras ahogar en sangre el motín que protagonizó el barrio el año 820 de nuestra era, 202 de la Hégira del Profeta.

Una vez frente al río, el viajero girará la cabeza y, de no estar junto al muro del Alcázar de los reyes cristianos, podría ver la sierra, con los eremitorios mozárabes que tras la conquista pasaron las órdenes mendicantes. De haber venido al mundo con unos siglos de antelación, oiría las norias que elevaban el agua para regar los jardines, pero a cambio su época le permite la visita a cualquiera de las iglesias góticas de la ciudad, su piedad solidaria le invita a una oración o un homenaje interior, es lo mismo, por quienes aglutinaron tanta belleza antes que él, y la tierra cordobesa pondrá ante su mano una copa rebosante de vino de Montilla en cualquiera de las tabernas del entorno. Si con todo desfallece por el previo esfuerzo de accesis espiritual, pedirá una ración de rabo de toro estofado, o un denso salmorejo, si resultare vegetariano, y otra copita o quizá dos, de añadidura. Reconfortada la sangre tanto o más que el espíritu, el viajero retomará el pulso de las horas sin apenas percibir que ha estado rozando la beatitud.

Ruta del Califato: destierro hacia Granada

Pero el abandono de la ciudad es urgente y tiene un sentido. El Califato se derrumba y el viajero no querrá estar presente en el saqueo de la ciudad, aunque sólo sea por no ver cómo la incivilizada guardia beréber asalta y destruye el irrepetible palacio de Medina Zahara. Corren tiempos inseguros para cualquiera que no esté muy fuerte en los ritos coránicos y el viajero no se encuentra ciertamente en ellos. Desorientado, saldrá por cualquiera de las puertas que ya no existen y se situará contra el sol poniente que afila y enrojece a lo lejos las torres del castillo de Almodóvar. El tirará por el lado contrario. Tomará la ruta de Granada porque gracias a la historia sabe que este reino y ciudad serán los que mantendrán más tiempo la singularidad mahometana que ahora le interesa visitar. Acuciado por una peregrinación de la que sabe que no saldrá inmune, emprende el camino del sureste, bordeará el río Guadajoz y tras pasar por el actual monasterio de San Jerónimo llegará a Torres Cabrera, donde las recientes ruinas facilitan la reconstrucción del conjunto señorial que se mantuvo en pie hasta hace muy pocos años.

Tiene suerte el viajero. Por media docena o así de siglos no se ve ahora inmerso en las caravanas de huidos que bajarían con él ante el avance de los bien pertrechados y organizados guerreros del norte. Por ese mismo desajuste temporal tampoco se cruza con los imesebelen, los voluntarios de la fe que marchan en dirección contraria para encontrar una muerte inútil junto a los muros de la capital exhausta.

Justo antes de llegar a Espejo, podrá y quizá deberá desviarse a Montilla. Epicteto, el sapientísimo filósofo estoico decía que es bueno emborracharse una vez al mes para relajar el alma. El viajero será libre de seguir o no la máxima clásica, pero el mes está casi vencido y él siente aún cierto desasosiego en sus adentros… Le recomendamos que empiece con el fino y sea muy parco con el amontillado. Y dejaríamos de hablarle en este mismo renglón si fuese capaz de abandonar el lugar sin probar las alcachofas que se preparan al estilo del pueblo.

Vuelto a la ruta principal, percibirá que en su ausencia han construido los cristianos en Espejo dos bellas iglesias góticas sobre las ruinas o los derribos de las viejas mezquitas musulmanas. También admirará desde fuera un castillo que sus nobilísimos amos cierran a cal y canto, ajenos a curiosidades turísticas, visitas y demás demagogias modernizantes. Sabrá también que otros titulados descendientes de los conquistadores mantienen en clausura el castillo de Montemayor, del que sabe por referencias que tiene buenos detalles mudéjares en sus interiores.

Un egregio prisionero

En Castro del Río tendrá mejor suerte porque la fortaleza es propiedad entreverada particular y municipal y el campesino que la trabaja le permite una confiada visita. No, no ha habido error en el texto: pone el campesino que la trabaja. Porque el patio de armas de la fortaleza fue cine de verano del pueblo antes de que su terroso suelo deviniera en el bien guardado huerto que es hoy. En una de las torres andan las gallinas, nobles damas ponedoras, protegidas por más de un metro de grosor de tapial y califato. Y en otro de los torreones, el viajero verá pintadas consignas y esquemas eléctricos de cuando el fuerte fue centro de transmisiones de la zona en la última guerra civil que asoló el terreno.

Y al pasar por el Ayuntamiento el viajero se ha enterado de una noticia que no ha podido por menos que indignarlo:

– Pero, pero… ¿Cómo es posible que un genio como Cervantes esté prisionero, aunque sea por poco tiempo, en el calabozo municipal de este pueblo?

Señor – le contestará de buena gana cualquiera de los corchetes – tenemos derecho a ignorar cuán grande va a ser este hombre con sus letras. Además, no olvide su merced dos detalles: uno, que por muy comisario real que sea, este hombre ha pretendido recaudar impuestos sobre bienes de la iglesia. Y dos, que estamos en el año del Señor de 1592, y eso de la división de poderes, habeas corpus y lo de la presunción de inocencia son zarandajas que aún están por inventar, así que siga su merced norabuena su camino y déjenos aquí con lo que ya no tiene recuperación ni vuelta atrás.

Y el viajero habrá de marcharse sin saber cuánto tiempo le quedará a don Miguel de privación de libertad.

Así llegará a Baena, la Hiponuba de íberos y romanos que aún guarda el cerro donde estuvo la antigua ciudad y hoy es campo de cascotes y trozos de cerámica con las rayas de color rojo y almagre, típicas del arte íbero.

Olivares de oro

Pero observamos que el viajero porta en su vehículo una garrafa de cinco litros de un líquido verdiamarillo. No nos hace falta ver la etiqueta. Sabemos que es aceite virgen de oliva que ha conseguido en cualquiera de los pueblos de la ruta y que aderezará luego sus comidas y le devolverá proustianamente al sur cada vez que, en su casa, sin visitas delante, moje y rebañe algunos migajones de pan en el sobrante de cualquier guiso o ensalada.

No sabemos si nuestro viajero gusta de los largos paseos al aire libre. Si es así, es seguro que llevará en el maletero de su vehículo un bastón, más o menos de monte, y sus botas, colocadas en su persona o en una bolsa junto a la rueda de repuesto. Si es así, estará en la obligación – bajo pena de pecado mortal si desobedece – de poner el intermitente de la derecha y desviarse en esa dirección hacia lo que ahora llaman Parque Natural de las Sierras Subbéticas, que de tal forma se conoce el conjunto que forman la Sierra de Cabra, Sierra Alcaide, Sierra Gaena, Sierra Horconera y la Sierra de Rute. Podrá darse allí el lujo de hacerse el perdidizo pero reencontrar el camino pocos carriles más allá. Se internará, a pie o en bicicleta y no tanto en coche, por vaguadas y altiplanos calizos, rodados por alturas de hasta mil quinientos metros, en una topografía accidentada que arrisca las cimas y abarranca los valles. Si lleva los imprescindibles prismáticos campestres, sabe algo de pájaros, es paciente, puede colocarse en un buen sitio, no hace ruido, es la estación propicia y tiene suerte, verá algunas aves interesantes y quizá algún águila, la perdicera o calzada. Dicen también que por allí las hay reales. Quienes esto escriben han visto cagarrutas que les han afirmado son de cabra hispánica. Y si a nuestro viajero le toca la primitiva visual, podrá en cualquier amanecer u ocaso catar la flecha del halcón peregrino o del – no nos resistimos a la belleza del latín – accipiter gentilis – azor para los íntimos.

Claro que el viajero puede haberse quedado sencillamente viendo los castillos de Luque y Zuheros. Ello no es compatible con el paseo anterior. Quizá lo complemente.

En Zuheros lo sorprenderemos calculando las distintas épocas de los componentes que forman parte del alcázar. Pocas fortificaciones hemos visto donde las columnas que fueron romanas se encuentran tan a gusto entre la sillería entreverada en musulmana y renacentista de la plaza fuerte.

Zuheros

Y con un ojo muy habituado a los pedruscos, un inexistente miedo a los zarzales, don buenas piernas para trepar y nuevamente el azar a su favor, encontrará cerca de Zuheros, no lejos de la fuente del Carmen, un castillete de lo que llaman muro ciclópeo, por pensarse que una obra de tan bien tallada, encajada y descomunal sillería sólo podía haber sido hecha por hombres sobrenaturales…, cíclopes, por ejemplo. Y con tal nombre se conocen los pocos restos de esa configuración que aún quedan en la península. Si el viajero consigue dar con la referida ruina, no podrá por menos que recordar las fotografías que ha visto sobre las construcciones incas de Machu-Pichu: parecido ajuste y pulimento de rocas oscuras de considerable tamaño, alineamiento perfecto, a hueso; sin argamasa alguna, y resquicios inexistentes porque se ha buscado para ellos el guijo perfecto o la cuña precisa. Todo en vano ante las eficientísimas legiones de Roma.

El pato malvasía

De nuevo en la N-432, tenemos la posibilidad de ver un discreto prodigio de la vida silvestre. No coge muy lejos de la ruta. Está en las lagunas de El Salobral, o en las cercanas Honda o en la de El Chinche, ya cruzada la raya de Jaén.

Nuevamente precisaremos de la discreción y el silencio al acercarnos al humedal. Si no lleva los prismáticos anteriormente consignados, el viajero es invitado a saltarse estas líneas y seguir leyendo desde el punto y aparte. Si no, recorrerá ocularmente las anátidas junto a los carrizos y al lado de especies más comunes verá un pato rechoncho cuyo pico tiene un asombroso y reluciente color azul claro. Sepa el viajero que debe disfrutar de su visión porque es una especia única en Europa y de la cual quedan muy pocos ejemplares. Técnicamente soporta el feo nombre de oxyura leucocephala, pero todos sus compañeros de laguna saben que a él le encanta que se le conozca por el apelativo vulgar de pato malvasía.

Vuelto a su coche, su moto, su bici, o sin haber salido de sus piernas, el viajero ha tenido un sueño breve, quizá un pestañeo. No sabe. Es tan inmensurable el tiempo que los sueños… Había visto estos mismos lugares asolados, sin cultivos, revueltos de calvas en el terreno, arbustos y algunas manchas de encinares y carrascas. Y nada de humano alrededor. No quiere creer que sea una premonición. Más le vale pensar que es el pasado.

Ha soñado bien. En un segundo ha entrevistado dos siglos de frontera, años de mutuas algaradas que dejaban sin gente ni cultivos lo que se conocía por Banda Morisca y se extendía bordeando con mayor o menor anchura estas volátiles fronteras del Reino de Granada. Ya al pasar junto a la abandonada estación del tren, junto a Luque, había observado, sobre dos cerros, dos blocaos de la última Guerra Civil, uno a cada lado de la ruta. Y ahora el sueño le ha confirmado la larga imagen de tierra de nadie que fueron estos mismos campos que hoy cruza.

Y de repente le viene añadido un dilema que deshará tomando las dos soluciones, una tras la otra: y es que, no sabiendo si tirar por Alcaudete o por Priego, se ha decidido por los dos. Primero ha visitado Priego y ha tenido que beber el agua más majestuosa de la fuente tardobarroca que ha visto en toda Andalucía. Avisamos a nuestro viajero que beberá agua de todas las fuentes junto a las que paseo. Conocer la tierra es también conocer el agua. Y no le sea incompatible, – cada una por su lado – con otros líquidos más espirituales.

Visitará el pueblo, quizá consiga entrar en el castillo, y subirá después hacia Alcaudete. Allí, su menuda fortaleza no sabrá decirle cuán codiciada fue por las diversas tribus que formaban el conglomerado musulmán español, no cuántas veces sufrió cercos y cambió de manos hasta llegar a las de los caballeros de Calatrava, quienes ya no la soltaron hasta que desaparecido el Reino de Granada, las órdenes militares carecieron de sentido y la corona se vio en el deber de cargar con el peso de todas las rentas, casas, castillos y tierras de tan obsoletas instituciones.

En Alcaudete también cargará el viajero con su obligación de turno. Y es que no le estará permitida la salida del pueblo sin haber probado las habas que se cultivan y enlatan allí. Olvide todo lo que pensaba de tan noble legumbre, si es que creía que no podían gustarle y pruebe las de aquel lugar, fritas en aceite de oliva y con unos taquillos de jamón – muy poco pasados – entreverados con ellas.

Llegará luego a Castillo de Locubín, para comprobar que de la fortaleza sólo queda el nombre y algunos tramos de muro a los que ya hace mucho licenciaron de todo servicio militar.

Más hacia el sur, la frontera tuvo allí un nombre señalado: Alcalá la Real. Mirará hacia el pueblo y, si hace viento norte, verá tras él – perfectamente dibujada – la barrera de montañas azules con sus casi permanentes cumbres blancas. Cualquier otra dirección del viento irá matizándole de gris la visión del conjunto hasta que pueda quedar con una masa cromática difuminada donde montes y cielo sean uno.

Muchas ciudades se llaman llave de algún paso o frontera. Alcalá desde luego lo es, y más de lo que fue por aquél lado tan cercano a la ciudad de Granada. Cambió de manos varias veces hasta que en 1341 quedó definitivamente en poder cristiano.

El viajero ascenderá a la impresionante fortaleza de La Mota y, gracias a la arqueología, una vez traspasadas las puertas, gozará de una visión casi completa de lo que fue el pueblo medieval que se encerraba dentro de los límites del castillo. Admirará también la reconstruida abadía que hasta hace poco más de un siglo era tan rica como todo el resto del pueblo, y al descender luego y deambular sin prisa por el moderno centro urbano descubrirá, en la puerta interior de uno de los conventos, un emblema que en su momento resultó estremecedor: el del llamado Santo Oficio. El escudo inquisitorial reposa desactivado en uno de los cuarterones del portón; la cruz con espada a un lado y la rama de palma al otro, aunque sin el salmo preceptivo que solía orlar el conjunto. El viajero, que posee una elemental cultura hispana, habrá de saber qué orden religiosa, en su rama masculina, fue cantera de inquisidores y, si quiere contemplarlo, habrá de molestarse en buscar el referido y excepcional signo del que hablamos.

La tierra se nos está erizando de castillos y lugares fuertes conforme nos acercamos a Granada por el punto cardinal desde el que le llegaba el peligro: Montefrío, Illora, Tózar e Iznalloz cumplieron su papel mientras se pudo y supo.

Y al llegar a Pinos Puente el viajero ha creído ve miradas hostiles en los ojos de sus habitantes. Quizá le habrán confundido con uno de los ocupantes del castillo de Belillos, que así se llamó en cristiano la audacísima vanguardia fortificada que Alfonso VI construyó en aquel lugar, a las mismas puertas de Granada, para hostigar a los últimos reyes taifas de la dinastía Zirí, atenazados entre el poder norteño y el almorávide africano que acabaría por engullirlos.

Aclarado el equívoco, el viajero admirará mil años de piedra en el precioso puente califal que aún cumple su oficio en aquel punto de la ruta, donde un cerro mocho le indicará además el lugar de una importante ciudad íbero romana, en la que se encontraron tantas esculturas que el mismo cerro se llama De los Infantes.

Y será justo al atravesar el viajero el puente cuando se cruzará con un jinete de facciones conocidas que viene llamando a voces a otro que se acerca al galope. Lo acaba de alcanzar y le ruega que vuelva, que la reina reconsidera su decisión y apoya la empresa de fletar tres naves para buscar las Indias por poniente. Con razón le era familiar aquel rostro apesadumbrado que acaba de mudar en alegre mientras hace girar a su cabalgadura.

Más ahora el viajero, tan cerca de la capital, retardará voluntariamente su entrada y se desviará hacia los pueblos del este. Se adentrará en la sierra de Cogollos, pasará por Güevéjar, llegará a Alfacar, probará el delicioso pan y la delgadísima agua del lugar, y entre éste pueblo y Víznar tendrá la obligación de detenerse en el barranco junto a la Fuente Honda y pasear por lo que hoy es simplemente parque. Allí, un día violento, la poesía se hizo tierra y habitó entre nosotros: allí mismo, por complejas fórmulas y ecuaciones biológicas, que el viajero tiene derecho a ignorar, sabrá con total certeza que el cuerpo de Federico García Lorca está hecho monte, seto, árbol, flor. El viajero rezará cualesquiera versos del poeta, beberá de la fuente, levantará los ojos – a poder ser despacio – hacia la ciudad que tiene tan cerca, y se dirigirá ya resueltamente hacia ella.


Sin percibirlo apenas, el viajero habrá entrado en Granada. Si en Córdoba recordamos que se privó voluntariamente de adjetivos por no saber de cierto cuál sería el más apropiado para la ciudad musulmana, en Granada le está comenzando a desertar la gramática en pleno. Se encuentra mudo de conceptos. La contemplación de la ciudad se le viene encima y él se halla tan sin palabras que nombre, verbos adverbios y adjetivos pierden capacidad y sentido, como si no lo hubiesen tenido nunca, o no el suficiente. Nada pueden conjunciones, preposiciones y otras partes invariables y en apariencia más rígidas en la frase. Por unos momentos rebañará su diccionario interior y sólo se topará con sus límites.

Extrañamente gozoso y desesperado, recuperará un estado de muda y estúpida inocencia. Dejará que la ciudad le penetre por los ojos y el cuerpo todo sin que las carencias ni reglas de ninguna lengua le constituyan frontera. Burlando las teorías gramaticales y la más elemental norma lingüística, aprehenderá estados del aire, colores, luces, aromas y tactos sin tener que nombrarlos. La inespecificación de sensaciones elevará hasta el infinito la capacidad combinatoria de su corazón. Verá carteles en la calle y no sabrá leerlos. Oirá lenguas y no las entenderá. No conocerá a nadie. No le importará saber donde está ni por qué ha llegado. Sólo sentirá un estado de absoluta, desconocida y redonda felicidad.

De pronto, un estampido le devolverá a su ser inicial, habrá olvidado de golpe un gran número de cosas, pero se dará cuenta de que sabe otras distintas. Mirará para sí y se verá con ropas que desconocía, similares a las de sus vecinos. Les preguntará en un idioma que no sabía que supiese y éstos le contestarán en la misma lengua. Y los entenderá. Mirará hacia la Torre de la Vela que tiene enfrente y observará que tremolan un estandarte distinto al que ayer recordaba. Súbitamente sentirá frío. La temperatura exterior le está refrescando la memoria y de pronto ha caído en la cuenta de que en el calendario de los rivales cristianos es día dos de enero del año del Señor de 1492.

Datos prácticos

La Ruta del Califato se encuentra a lo largo de la carretera N-432, que une Córdoba con Granada. Pasado Baena, a unos kilómetros, se halla el desvío hacia Luque y Zuheros. De vuelta a la carretera general, a unos once kilómetros la N-321 conduce a Priego de Córdoba. Entre Alcaudete y Alcalá la Real, hay una carretera que lleva hasta Castillo de Locubín. Hasta Granada, los diferentes pueblos que integran la ruta se sitúan en la misma carretera nacional o a pocos kilómetros de ésta.

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