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Oviedo, el catalejo del magistral

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Oviedo lleva dentro la esencia de otra ciudad. Ha crecido sobre ella. Sobre la imaginaria Vetusta y sobre la realidad del barrio de la Encimada, de la Catedral, del Casino o de la casona palaciega de los Ozores. Oviedo es a la regentada Vetusta, lo que Vetusta es a la capitalina Oviedo. Y, ambas, pertenecen al realismo literario y a la imaginación crítica de Leopoldo Alas, quién andurreó por sus calles a través de la limitada óptica del catalejo de El Magistral.

 

Igual que si se tratara del viejo enigma de la gallina y el huevo, más de un siglo de convivencia (113 años) hacen imposible descifrar quién se parece a quién. Quizás, Oviedo haya cambiado su faz a lo largo y ancho de una centuria obligado a seguir la firme grafología de Leopoldo Alas. Quizás, Vetusta haya visto crecer sus líneas, rotundas, guiadas por las ovetenses, ya levantadas cuando Clarín decidió empuñar mejor la pluma que la espada.

Lo único cierto, en cualquier caso, es que el espejo de la novela ha hecho de la capital del Principado de Asturias un buen reflejo de Vetusta, impregnado, acaso no perdido aún, de muy concretos materiales urbanos y humanos de un Oviedo decimonónico que, obligado a evitar problemas con las fuerzas vivas de aquel entonces, fue maquillado con otras referencias provincianas foráneas. Una ociosa tertulia demoledora, un entrañable personaje de casino, una fuerza viva ridícula, un rumor extraviado de siglo, un Magistral, un Mesías, una dama católica de mirada adulterina no serán, por tanto, huellas reales del Oviedo de hoy…

Mas, ¿quién sabe? A lo mejor, la mirada del inquieto visitante de un siglo después accederá a imaginar la Vetusta del día de antes a través de la indiscreta mirada del catalejo de El Magistral y el influjo de la villa clariniana cobrará materia en la piedra y el hueso, en el animal y el vegetal, hasta ofrecer ese tercio de la ciudad ovetense empleado por el escritor para crear una ciudad de catedral y plaza, de barrio alto y bajo, de capilla y arcón santo, de reliquia y siestas de heroica ciudad.

 

Un solo ojo
Pero el único ojo empuñado por Fermín de Pas, el Magistral catedralicio, guía inexcusable para el viajero que llegue a Vetusta, gozó de una perspectiva difícil de conseguir por el recién llegado. Por un lado, disfrutó de la indiscreción, impunidad y acercamiento proporcionado por la óptica de un catalejo, instrumento pirata, corsario y bucanero capaz de decidir huidas o abordajes, arriar velámenes o girar timones y enfilar proas hacia tierras por conquistar. Por otro, dispuso el arma vigilante en lo alto del campanario, rodeado por el altisonante acero de la campana Wamba, con quien compartió vértigo, curiosidad y confidencias de apostado centinela en secreto refugio. Fidelidad de badajo incapaz de susurrar imágenes robadas a golpe de óptica, acostumbrado a cantarlas en malentendidos sones llevados por el mucho polvo que sudan las piedras de la catedral de San Salvador.

 

 

Catedral vetustense cuya existencia es imposible negar, pues su altivez es lo primero que se ve de Oviedo. Desde lo alto de este «poema romántico de piedra», el Magistral ejerció de fisgón y de tirador franco, pero dejó al viajero imposibilitado. Este, negado de catalejo y de mirador, está obligado a pasear por Vetusta a pie de calle y a descubrir perspectivas según la propia estatura, olvidando los setenta metros de zancos en los que Clarín convirtió la torre.

Una vez que el horizonte visual se ha recortado, nada puede impedir que la mirada adquiera parejos tintes literarios a los volcados por el autor y la abstracción se concrete en las líneas del principal templo ovetense, de cuyos cielos cuelga la ya mencionada campana Wamba, datada en 1219, y respetada con tal nombre en la novela de Ana Ozores. No es el único dibujo similar, pues también intervienen en la catedral vetustense la sacristía, el coro, el panteón de los reyes, la capilla de Santa Clementina, dedicada realmente a Santa Eulalia de Mérida o la girola. Por todos ellos, aunque especialmente por la sacristía, paseó el Magistral su pecaminosa ensoñación sembrada, con tiento y rico abono de medias palabras y tentaciones adulterinas reprimidas por décimos mandamientos, en alguna de las penumbras enrejilladas de la espléndida colección de confesionarios que crecen en aquélla. Testigos bárrocos de, vaya usted a saber, cuántas Anita Ozores aún se acercan a descargar sus pecaminosos temores de deseo.

Más lejos en el sentimiento quedan las muchas reliquias de la Capilla de las Santas Reliquias, hoy Cámara Santa o de San Miguel, donde Vetusta custodiaba, en un Arca Santa, hecha en madera de cedro recubierta en plata en el año 1075, decorada con relieves evangélicos, «el Leño de la Cruz, un trozo del vestido de Jesucristo, el pan de la Ultima Cena, el Santo Sudario, tierra santa, ropas de la Virgen, también restos de su leche, y reliquias de San Pedro, Santo Tomás, San Bartolomé; huesos de los profetas y de todos los Apóstoles y otros muchísimos santos cuyos nombres sólo recoge la sabíduría de Dios». Los excesos revolucionarios del 34 redujeron la nómina de relicarios, aunque Oviedo todavía conserva cosas no menos fabulosas, como son una sandalia de San Pedro, la cartera de San Andrés, cinco espinas de la corona y un trozo de la Sábana Santa, auténtica competencia del Santo Sudario turinés.

 

Bajo ruta marcada
Limitada a algo más de quinientas páginas, la vida de la catedral vetustense no pudo competir con la de Oviedo. Esta, con mayor tiempo y espacio para crecer que la creada por Clarín, ofrece otros tesoros. Así, no se puede pasar por alto la Torre Vieja, que data del siglo XI; la cámara del Apostolado, uno de los conjuntos escultóricos más impresionantes del románico español; el claustro, del siglo XIV, con ricos capiteles de fantásticas escenas mitológicas, costumbristas y caricaturescas; y el retablo mayor, obra de los maestros Giralte, Alonso de Berruguete y León Picardo, considerado como el tercero mejor del país, tras los de Toledo y Sevilla, y donde respira un muy particular sentido del humor: San Jerónimo aparece con gafas, hay gente en las ventanas con aire de cachondeo profano, el diablo está representado con dos cómicas caras y se mezclan rostros realistas con caricaturas, y guiños.

Una vez investigado a fondo el inmenso trípode sobre el que se sostuvo el catalejo de Fermín de Pas, el paseo por Vetusta debe iniciarse en los lugares donde cayó su punto de mira. Y, aunque los alrededores de la catedral configuran el barrio viejo de la ciudad, los pies deben conducirse hasta el verdadero objetivo del confesor de la Ozores, es decir, el palacio de los regentes, residencia de mujer codiciada y respetada, bella y admirada, virtuosa e insatisfecha, joven y espiritual.

«Vendedoras del Fontán», de Favila. Plaza Daoíz y Velarde.Indeciso entre perder a La Regenta entre lo clerical o lo laico, entre el seductor Alvaro Mesía o el espiritual Fermín de Pas, Clarín fue incapaz de discernir la verdadera ubicación de la dorada jaula de Ana Ozores. El caminante, libro en mano, deberá decidir por el autor, habitar las mismas páginas y reescribir mentalmente, decidiendo si se trata del, hoy, palacio de los marqueses de Valdeterrazo; si de la casona vieja esquinaba las calles de San Juan y la Rúa; o si el telescopio catedralicio se fijaba entre las calles Jovellanos y Gascona.

El narrador invita a dirigirse, sin más, «hacia la Plaza Nueva», sobrada excusa para recorrer las seis plazas que articulaban Vetusta. A saber, la de Alfonso II, frente al observatorio del indiscreto confesor; la Corrada del Obispo, centro neurálgico del actual mester de clerecía; Las Pelayas o de Feijoo; la de Porlier; la Mayor, donde se levanta el ayuntamiento y la iglesia de San Isidoro; y la de Fontán. Todas ellas rodean el templo catedralicio y, en la actualidad, como si Oviedo no pudiera escapar de la realista ficción literaria, cumplen, cada una, muy específicas funciones: religiosa, eclesiástica, universitaria, judicial, burocrática y mercantil, respectivamente.

Estrechas y caprichosas callejuelas unen estas plazuelas donde, acaso, puedan hallarse los viejos rumores vetustenses de hombres paseando del brazo de otros hombres, mujeres del brazo de otras mujeres, piropos de aquéllos y fingidos escándalos de éstas, mientras los clérigos se reservan para sí el largo, estrecho y limitado por un muro de piedra con sendas fuentes a los lados Paseo de El Espolón.

 

Meollo urbano
Los curas de El Espolón, las personas decentes de la calle del Comercio, los pobres de la calle del Triunfo de 1836… Unos y otros podrán llevar al visitante de Vetusta hasta el rumoroso Casino, de nuevo en la mismísima plazuela de la catedral. Allí, en el interior del palacio de Valdecarzana, donde un chisme provocó el desmayo de la considerada esposa de Víctor Quintanar, el autor gustaba de leer los periódicos de Madrid y batir a carambolas a los más íntimos. El lugar fue auténtico casino de Oviedo a finales del XIX e inspiración de La Regenta entre porteros, tresillistas, bailes de carnaval y buenas familias encerradas en un cuarto donde alguien dejó guardado su abrigo café con leche.

Contemplada la fachada principal del siglo XVIII, el atardecer ha reservado para el final del viaje los golosos colores que la declinante luz extrae de la piedra del barrio de la Encimada, auténtica fundación vetustense de palacios viejos y arruinados. Hoy y entonces, la de Cimadevilla, muy principal calle, fue un conjunto de «viviendas viejas y negruzcas, aplastadas» que los vanidosos vetustenses de toda la vida creyeron palacios y fueron transfiguradas por el odio de Fermín de Pas en «madrigueras, cuevas, montones de tierra, labor de topo…». Odio y admiración, pues su presa paseaba por los jardines de uno de esos palacios.

Y qué mejor que imitar a uno y a otra y dejar que la imaginación vuele sobre alados pies y aquí y allá se encuentre la pérdida atmósfera del barrio favorito de El Magistral. Quizás en ese momento, Oviedo se difumine y aparezca, bajo sus piedras, la auténtica Vetusta. La del rancio olor de rumores y aburrimientos locales. La de herederos de personajes y personajillos de casino. La de paseos de curas. La de laberinto de plazuelas y callejas, de sentimientos intuidos y sentidos adormecidos.

Pero, sobre todo, el viejo casco urbano por el que Ana Ozores paseó sus dudas y Fermín de Pas el único ojo de su catalejo.

 

Leopoldo Alas Clarín (Zamora, 1852 – Oviedo, 1901)

 

Aunque de vieja familia asturiana, Clarín nació en Zamora, hijo del gobernador civil de la ciudad. Tras vivir en León y en Guadalajara, la familia Alas se trasladó a Oviedo en 1865, donde Leopoldo cursó el bachillerato y, desde 1869, la carrera de Derecho. En 1871, se trasladó a Madrid para doctorarse y estudiar Letras en la Universidad Central.

En la capital, se dio a conocer como periodista, estrenando el seudónimo de Clarín el 2 de octubre de 1875 en El Solfeo. Se doctoró en 1878, presentando la tesis «El Derecho y la moralidad» y a pesar de ganar el mismo año las oposiciones a la cátedra de Economía Política y Estadística de la Universidad de Salamanca, sufrió el veto del conde de Toreno, ministro de Cánovas. Años después, el gobierno liberal de Sagasta le concedió la cátedra de Zaragoza, donde impartió clases en el curso 1882-83. En julio de 1883, retornó a Oviedo como catedrático de Derecho Romano y, posteriormente, de Derecho Natural. Desde ese momento, Clarín no abandonó la capital del Principado.

Discípulo de Salmerón, Camús, Canalejas, Castelar, Amador de los Ríos y Francisco Giner de los Ríos, la revolución liberal de 1868 le adhirió al libre examen, al espíritu crítico y reformador y al republicanismo. Considerado como el precursor del naturalismo literario y del positivismo, sus artículos y ensayos periodísticos le convirtieron en el crítico de actualidad más popular y temido de la época. Esta obra está recogida en los libros Solos de Clarín (1881), La literatura en 1881 (1882), Sermón perdido (1885), Nueva campaña (1887), Ensayos y revistas (1892) y Palique (1894). De 1886 a 1891 publicó ocho Folletos literarios compuestos de ensayos, comentarios, sátiras, discursos y fabulaciones. Leopoldo Alas también se dedicó al cuento (Pipá, El Señor y lo demás son cuentos, El gallo de Sócrates, Cuentos morales, Doctor Sutilis, Doña Berta, Cuervo, Superchería…), aunque muchos pueden calificarse como novelas cortas

Inició La Regenta en 1883, publicando en enero y junio de 1885 los tomos I y II de la novela, editados en Barcelona por Daniel Cortezo, en la Biblioteca Arte y Letras, con ilustraciones de Juan Llimona y grabados de Gómez Polo. En 1890, publicó su segunda novela, Su único hijo, eclipsada por el éxito y el escándalo, de la anterior.

 

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