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Fitero, cuna de la orden de Calatrava

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Fundado en 1140 en el lugar de Niencebas, el navarro monasterio de Fitero puede presumir de ser el primer cenobio cisterciense que se construyó en la Península Ibérica. Aunque no son sus únicos méritos. Desde allí, el abad encargado de dar forma, sentido y contenido al edificio emprendió una gesta religiosa y militar que culminó con la creación de la Orden de Calatrava y que el crisol de siglos posteriores se encargó de fundir con la leyenda.

Lugar codiciado por reyes, papas y señores, el monasterio de Fitero luce, orgulloso, méritos de gloriosos recuerdos militares y honores de primerizos nacimientos. Estos, porque su fundación, allá por el 1140, supone la primera referencia de la orden cisterciense en la Península Ibérica, aún en vida del propio San Bernardo, creador de la regla. Aquéllos, porque, desde aquí se creó y organizó la orden militar de Calatrava, dedicada a la defensa de la plaza del mismo nombre.

Las primeras noticias sobre Fitero proceden de la concesión que Alfonso VII de Castilla hizo de la villa de Niencebas a la iglesia de Santa María de Yerga. No obstante, el frío y árido clima de la montaña de Yerga decidió al traslado, hacia octubre de 1140, a Niencebas, cuyo altar fue consagrado por el obispo de Calahorra, al tiempo que bendijo a Raimundo, su primer abad. Además, el papa Eugenio III tomó bajo su protección el cenobio mediante bula que expedida en el monasterio de Císter. No sería hasta 1155 cuando se produjo el traslado al emplazamiento actual, después de que el abad animase una gran expansión entre 1141 y 1151, con el favor de Alfonso VII y de Eugenio III.

El aumento del poder del monasterio despertó la ambición de reyes, papas y grandes señores. Así, los obispos de Calahorra y de Tarazona y los monarcas de Navarra y Castilla se disputaron su posesión, sucediéndose continuas luchas y ominosos sucesos. Por ejemplo, en 1158, en ausencia del abad, en 1158, el obispo de Tarazona usurpó el monasterio, bendiciendo al nuevo abad Guillermo y provocando las protestas del prelado calagurritano ante el Romano Pontífice en el III Concilio de Letrán (1179).

Finalmente, Navarra logró la posesión definitiva del monasterio en el año 1373, aunque después de sufrir disputas y guerras debido a la posición fronteriza de la fundación. De hecho, originalmente, el cenobio fue fundado y protegido por castellanos, pero gozó de privilegios concedidos por Sancho el Sabio y Sancho el Fuerte. Las diferencias se tensionaron hasta que estalló la guerra armada, culminando en 1335, cuando el lugar estaba en manos navarras y castellanas y se necesitó la intervención de dos legados pontificios para restablecer la paz y encontrar una fórmula de arreglo. Tras escuchar las alegaciones y pretensiones de ambos reinos, el pleito quedó indeciso hasta 1373, cuando el cardenal Guido de Bolonia, legado apostólico en los reinos españoles, ajustó una tregua matrimonial entre Carlos, infante de Navarra, y Leonor, infanta de Castilla, y sentenció que los términos de Fitero y el castillo de Tudején eran navarros por estar dentro de los términos de Corella y Tudela.

La designación no acabó con las luchas, pues, en el siglo XV, los prelados fiteranos participaron en las disputas por el cargo de abad de La Oliva y en las guerras entre agramonteses y beaumonteses por la posesión del monasterio y el castillo de Tudején. La violencia salpicó, en ocasiones, el interior del recinto, destacando el asesinato de fray Pedro Magallón. Pero, todo ello, no impidió el desarrollo de la villa de Fitero, bien protegida por el monasterio que configuró un señorío eclesiástico cuyo abad gozaba de asiento en las Cortes de Navarra y del título de señor de la villa. A partir del siglo XVI, se produjo la lenta decadencia de la vida conventual, paralelamente al crecimiento del pueblo, que obligó a dictar diversas ordenanzas que reglamentaran la vida civil y religiosa del lugar. Todo ello, sin exención de numerosos pleitos, provocados por la posesión de las jurisdicciones baja y mediana, aunque ello no impidió que Pío IV, en 1560, nombrara el territorio de la abadía como territorius nullius diocesis, que otorgaba al abad una autoridad cuasiepiscopal, en contra de los deseos de la mitra turiasonense, en cuya jurisdicción territorial se encontraba el monasterio.

Finalmente, la historia del monasterio se vio marcada por la prosperidad de la población durante el XVIII, cuando se desarrollaron prósperos gremios como el de alpargateros y tejedores, e, inevitablemente, con la desaparición de la vida monástica en Fitero, a comienzos del XIX, causada por la desamortización de Mendizábal.

Historia constructiva
Las obras del monasterio se iniciaron hacia 1175 por la cabecera, construyendo las naves en el siglo XIII, y dándose por acabado en 1247, cuando el arzobispo de Toledo, Rodrigo Ximénez de Rada, impetró bula de indulgencia de Inocencio IV para aquellos que lo visitasen en el día de su dedicación. En el edificio, se observan dos épocas constructivas: la medieval (XII y XIII) y la moderna (XVI y XVII). En aquélla, se levantó templo abacial, sala capitular, dormitorio y refectorio. En ésta, se edificó claustro y sobreclaustro, palacio abacial, convento, hospedería, sacristía, biblioteca y la capilla de la Virgen de la Barda.

La planta se desarrolla según las iglesias abaciales de los cenobios franceses de Clairvaux y Pontigny. Presenta una gran cruz latina con tres naves, cabecera de girola de cinco capillas radiales, siendo más grande la central, y capillas con ábsides semicirculares adosados a los brazos de la cruz. Los alzados se apoyan en grandes pilares cruciformes, pares de semicolumnas adosadas en los frentes y columnillas en los codillos. Rodeando la capilla mayor, se utilizan unos grandes fustes cilíndricos donde apoyan arcos apuntados y las nervaduras de las cubiertas, protogótico que anuncia lo que, años más tarde, se hizo en la Colegiata de Roncesvalles. También se utilizan con profusión las ménsulas atípicas del arte cisterciense y, como cubiertas, bóvedas de crucería jalonadas por fajones y configuradas con grandes nervios de sección cuadrada. Las capillas de la cabecera se cubren con bovedillas de cuarto de esfera sin nervios, excepto la central que lleva dos debido a sus mayores dimensiones. De la primera mitad del XVI, datan las tres bóvedas estrelladas gótico-renacentistas de los tramos de los pies, levantadas junto con el claustro y bajo mandato del abad fray Martín Egüés y Pasquier. La iluminación se logra con ventanales abocinados de medio punto en naves y girola y grandes rosetones en los brazos del crucero y del hastial. El interior, siguiendo las ideas de San Bernardo, no luce decoración alguna.

A partir del siglo XVI, se construyeron nuevas dependencias. La capilla bautismal se levantó aneja a la nave de la epístola, cuando se formó Fitero como pueblo y era preciso una parroquia para administrar los sacramentos. A finales de siglo, se levantó el coro alto a los pies del templo, sustituyendo otro medieval sito en el centro de la nave mayor. Del segundo cuarto del XVI, es la sacristía y la capilla de la Virgen de Barda, de estilo barroco. La sacristía es rectangular, con tres brazos cubiertos por bóvedas de medio cañón con lunetos. El barroquismo se lo otorgan las pilastras suspendidas con placados y golpes de yesería y las ménsulas de angelotes de las esquinas, además de las cornucopias, la mesa rococó y los florones dorados del techo. La capilla de la Virgen de la Barda se construyó entre 1732 y 1736 como panteón de un noble abad del siglo XVII, Plácido del Corral y Guzmán. Tiene una planta combinada, sucediéndose dos tramos cuadrados, uno cubierto por bóveda de medio cañón con lunetos y otro, por cúpula con linterna, y cabecera en artesa rematada en cuarto de esfera. De su decoración sólo restan las yeserías de cornisas y fajones y las pinturas de pechinas y cúpula.

Al exterior, la iglesia semeja una enorme mole pétrea cuyos muros exhiben sillería bien trabajada con grandes contrafuertes prismáticos. En la fachada, a los pies, se abre una pequeña portada abocinada de medio punto, del románico tardío. No obstante, los muros de la sacristía, la capilla y la esbelta torre prismática son de ladrillo. Esta última se levantó en el siglo XVII, tras derruirse las antiguas torrecillas de vigilancia y aprovechando la escalera de caracol de una de ellas.

Dependencias conventuales
De las construidas en el medievo, sólo queda en pie la sala capitular, cuadrada y cubierta por nueve tramos de bóveda de crucería con nervios trilobulados que se apoyan en cuatro columnas exentas y en otras adosadas a los muros. Los capiteles, de escaso relieve, presentan acanaladuras, arcos diferentes, hojas esquemáticas y entrelazos. El dormitorio medieval conserva aún su estructura rectangular, cubierta por grandes arcos fajones apuntados, pese a las transformaciones sufridas. También se pueden buscar restos de la muralla que rodeaba el recinto en 1285, de la cocina y de la bodega.

El claustro, de estilo renacentista, se desarrolla sobre una planta cuadrada con arcos apuntados y contrafuertes exteriores. Apoyos y cubiertas varían según la época constructiva; pudiéndose ver columnas con capitel corrido, arcos muy apuntados y sencillas bóvedas estrelladas o pilares cada vez más simplificados, bóvedas de diseño muy complicado y arcadas menos apuntadas. La decoración plateresca de medallones, heráldica, símbolos, mascarones, bucráneos y motivos «a candelieri» cubre claves, frisos y ménsulas. El sobreclaustro, de estilo herreriano de la última década del XVI, se concluyó en 1613, siendo abad fray Ignacio de Ibero.

Los más diversos estilos se pueden contemplar en el resto de dependencias. El dormitorio nuevo es de fines del XVI, muy remodelado, y la biblioteca, levantada sobre los muros del refectorio medieval, se construyó hacia 1614, formando un rectángulo cubierto por bóveda de medio cañón con lunetos, aunque fue remodelada en el siglo XVIII con gran cornisa y placados de finas yeserías. El palacio abacial, del XVI, es de estilo manierista, aumentado con otra ala en la segunda mitad del siglo XVII. Al barroco, corresponde la fachada de la Plaza de la Orden, en la que se combina el ladrillo, la piedra de distintos colores y la cerámica.

San Raimundo de Fitero
No se tienen datos sobre el fundador de la orden de Calatrava hasta el año 1141, una vez nombrado abad del monasterio de Fitero, cuando todavía estaba localizado en Niencebas. De hecho, el honor de su cuna se lo disputan varias ciudades, entre ellas Tarazona y la francesa Saint Gaudens de Cominges. Durante su mandato, el cenobio consolidó un abundante y rico patrimonio, pues, durante diez años, se sucedieron las donaciones reales y particulares, los privilegios y las adquisiciones, que culminaron con la protección eclesiástica del monasterio. En 1156, junto con la compra de nuevas propiedades, surgió la empresa de Calatrava, plaza que obtuvo el abad Raimundo en 1158 por donación.

La historia apunta que Alfonso VII había encomendado Calatrava a la orden del Temple. Mas, cuando su sucesor, Sancho III, debió reforzar plazas y castillos de la frontera toledana, Calatrava pasó a ser un punto clave. Los templarios, incapaces de hacer frente a los sarracenos, cedieron la defensa de la fortaleza a Sancho III, quien, según el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, anunció que daría Calatrava a quien la defendiera y, estando presente, el abad Raimundo solicitó la fortaleza. Realmente, debió suceder que Sancho III convocó a los príncipes cristianos para hablarles de la guerra en Almazán. Tales noticias debieron llegar al abad de Fitero, quien acudió a Almazán logrando la donación de la villa de Calatrava.

Allí, Raimundo dirigió una comunidad compuesta por monjes procedentes de Fitero y por caballeros empleados en actividades militares de defensa. La orden fue de vida mixta, por lo que el abad dictó la regla de San Benito para los caballeros. La aprobación papal para la Orden de Calatrava no llegó hasta 1164, cuando Alejandro III la acogió bajo su protección. Sin embargo, el abad Raimundo había muerto en Ciruelos un año antes. Estos hechos fueron muy apreciados durante los siglos XVI y XVII, ocasionando una mezcla de leyenda e historia que, incluso, alcanzó a la biografía de San Raimundo, al cual se le denominó capitán general.

 


 

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