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Mis cinco estrellas. Memoria de cinco hoteles memorables

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Resulta que el tamborileo que se oye en mi habitación del hotel Serengeti, en la casi remota población tanzana de Kongwa, aunque lo parezca, no son gotas de lluvia. Porque aquí, en este umbral de la meseta Masai, esta noche, no llueve. Y, además, el sonido no proviene exactamente del tejado sino del interior del cuarto. Ante tan misteriosa tormenta, enciendo mi linterna y así consigo llegar hasta el interruptor de la luz para prender la única y desnutrida bombilla de la habitación. Los gotazos son cucarachas que se descuelgan con arrojo paracaidista desde el techo del cuartucho, un garito en donde con gran inocencia, me disponía a dormir. De esta forma, un diluvio de pesados copos rojinegros con patas se desploman, toc, toc, sobre el mobiliario, las tablas del suelo, las cortinas, la contrahecha puerta, el atascado ventanuco y… toc, toc, sobre mi equipaje. Luego, los bichos desaparecen rápidamente a través de las rendijas y por los muchos agujeros del cuchitril. Debe ser la hora habitual de la marcha hacia los campos de la abundancia, hacia la pequeña explanada negra que hace las veces de patio, basurero, letrina y recepción. Después, el cuarto se queda en silencio, tan sólo permanecen algunos ecos de la estampida. Es el hotel Seregeti de Kongwa, Tanzania.

El sapo me sonríe. Es la primera vez, y única, que me ducho con un batracio. Es gordo parece un buda, solo que con una bocaza que se alarga hasta su cuello rechoncho, eso sí que es una sonrisa de paz, calma y desapego. La bestia cachazuda y parda, en un primer momento, me ha parecido que era una gran nuez tropical, que en esa esquina del plato de la ducha alguien se había dejado olvidada la cáscara de un coco calvo. La aparición tiene lugar en la habitación del hotel Guidan Moustapha, situado en la ciudad nigerina de Madaoua, un soberbio alojamiento venido a menos cuyo destino y confort se desliza dulcemente por una empinada cuesta abajo.

Antonio Picazo
Antonio Picazo

Es media tarde, todos los integrantes del servicio del hotel están borrachos, unos más que otros. Al camarero menos mamado le pido un filete con patatas, al rato me trae una brocheta de no sé qué, así, en su mano, sin plato y, claro, sin patatas. Pruebo con el camarero más borracho de todos, le reclamo las patatas fritas, me trae una ensalada hecha con un solo tomate. Menos mal que el restaurante se sitúa en un descuidado, oscuro pero agradable patio en donde un músico, creo que también pedal perdido, hace sonar su kon tigui, un instrumento tradicional hausa parecido a un pequeño rabel.

Regreso a la habitación. El sapo continua inmóvil en su rincón, sonríe. A pesar de haber transcurrido un buen rato desde que me duché, el desagüe de la ducha todavía está tragando el agua con la que me asee, discurre lenta, todavía me da tiempo a despedirme de los restos de mi jabón y de algunos cabellos que creo que no son míos. El sapo contempla la escena, panzudo y pancista, un verdadero buda feliz. Es el hotel Guidan Moustapha de Madaoua, Níger.

Igualmente, en el hotel Magama de Dogoundoutchi, también en Níger, entre la población de Madaoua y la capital Niamey, hay un músico que toca otro instrumento musical tradicional. En este caso se trata del gurrumí, un pariente común y lejanísimo de la bandurria y la zambomba. El músico interpreta en uno de los rincones del comedor del hotel, una monótona pieza que no acaba nunca. Y como no acaba nunca, le compro al tipo ese chisme que a pesar de todo no suena mal, otra joya para mi recolección de instrumentos populares del mundo. El comedor queda en silencio durante unos instantes, luego aparece el mismo músico con otro gurrumí y se pone a tocar otra pieza sin fin. Me voy a mi habitación cuyas entretelas del cuarto de baño es una pura trama de vasos comunicantes, porque cuando se tira de la cadena la cosa surge a través del desagüe de la ducha, luego, tras una breve regata por la pileta, vuelve a desaparecer por el mismo desagüe. Esa escena es una invitación para no ducharse. Porque no hay que hacerlo mucho en este país eternamente reseco, con el calor que hace no sirve de mucho y, además, se consume un agua que en Níger es violentamente escasa. El mejor aseo en Dogoundoutchi es tomarse una clara de cerveza fría en el salón comedor del hotel Magama, estampando aros de humedad con el culo del vaso sobre un viejo hule que cubre la mugre de una vieja mesa de madera, mientras se espera que acabe de tocar el músico del gurrumí. Es el hotel Magama de Dogoundoutchi, Níger.

Parece que Níger es la tierra de los alojamientos memorables. Así resulta el hotel L´Amitié de Taoua, población ésta que se sitúa en el camino de la ciudad Agadez y el macizo de l´Air. El alojamiento en sí, no está mal, tiene un amplio, agradable, y hasta delicioso, patio que sirve de terraza tanto para los huéspedes como para los habitantes de Taoua. Las habitaciones gozan de un confort sencillo pero razonable, aun hallándose en un lugar que ya anuncia el secarral y aislamiento desértico que, tan sólo a unos kilómetros más adelante, se le va a venir encima al viajero.

Pero el hotel L´Amitié de Taoua tiene dos habitaciones malditas, las números 15 y 16, que son dos portentos de desazón, parece que ambos cuartos se han independizado de cualquier cámara de los horrores y han abierto un negocio por su cuenta. No disponen de aire acondicionado y por ello, todo el calor de la zona se estanca cabezón entre un mobiliario confuso, de hecho, y entre otros desconciertos, no se sabe muy bien en qué extremo de la cama se sitúa la cabecera. Si se quiere disponer de algo de frescor, hay que aplicar el hocico a una moribunda corriente de aire que surge de un pequeño orificio que se abre en la parte baja de una de las paredes, entre un amplio nudo de comunicaciones de manchas y desconchones.

En el techo, se alarga un débil de carácter tubo fluorescente que, por lo visto, ha sido tomado como casino por un grupo de mosquitos del lugar. Para defenderme de los mosquitos que van de camino a su club social, solicito en la recepción del hotel algún insecticida con el que pueda arruinar aquel nido de tahúres trompeteros. El encargado me ofrece una de esas espirales de color verde áspero que, poco a poco, se van quemando a la vez que emiten un humito que si bien ahuyenta a los mosquitos, también intoxica a cualquier mamífero que se coloca a su alcance.

Y, claro, el cuarto de baño. Como será el panorama de mugre que la taza del váter, aun siendo un circuito impreso de frenazos y cintas de lomo, está más limpia que el lavabo. Desde luego, le hago una foto a ese lavabo memorable. Completa el paisaje porquero un suelo sobrenatural, almacén húmedo de las sobras y residuos de la creación del mundo. Es el hotel L´Amitié de Taoua, Níger.

Goha Tsiyon es un conjunto de casas que se alinean a ambos lados de la carretera que conduce a la ciudad etíope de Bahar Dar. Goha Tsiyon, a pesar de estar localizado cerca de las riberas del Nilo Azul, no debería tener nombre porque es un no lugar, un sitio de esos en donde uno sólo se detiene porque se le ha hecho de noche. Su único hotel es mucho más consecuente, carece de nombre. El alojamiento se compone de un tugurio con un vestíbulo cuyas paredes están pintadas de color verde ímpetu, este espacio da paso a un pasillo que distribuye las, llamémoslas, habitaciones. Por suerte no tiene cuartos de baño ni aseos. Para remedios mayores, tan sólo posee un agujero abierto en el suelo y que apesta a vinagre, es lo que se supone que es el sitio para obrar. El orificio está a la vera de un corredor que lleva a un patio cuyo aspecto detiene en seco cualquier deseo exploratorio de ir más allá.

Pero por la noche el hotel tiene cierto ambiente ya que es uno de los pocos sitios en el pueblo que cuenta con luz eléctrica. Hasta cierto punto, porque no más allá de las ocho de la tarde, su único empleado distribuye entre la clientela algunas velas para así, seguidamente, proceder a la desconexión del generador. Pero sí, el sitio tiene alguna vida, quizá demasiada para tratarse de un no lugar y de costar 42 céntimos de euro por día y persona. La noche en que yo me alojé allí, el equipo de fútbol del pueblo vino al hotel a celebrar el haber conseguido ser campeones de una competición de fútbol descalzo. Los jugadores invadieron el vestíbulo bailando, levantando gozosos su trofeo a un ritmo muy alegre aunque inquietante. Con las sombras que provocaban los jugadores y las llamas de las velas, aquella estancia de color verde arrebatado, se llenó de espectros saltarines, y por mi parte de sentimientos raros. Mi imaginación, inmediatamente, convirtió la celebración en una potencial noche de machetes largos.

En el hotel, o lo que sea, del pueblo de Goha Tsiyon, por la mañana, los huéspedes se alivian sobre el carcomido jardín que adorna su umbral, todo ello, entre un grupo de cabras enojadas porque los clientes les están meando los parterres del desayuno.

Antonio Picazo
Autor de cuatro libros de literatura de viajes: Un viaje lleno de mundos, que recoge sus experiencias y observaciones en América; Viaje a las fuentes del sol, sobre sus viajes por Asia; Latidos de África, acerca de sus recorridos por el continente negro, y su ultimo trabajo: Viajeros lejanos. Es colaborador habitual de las revistas Viajes National Geographic y Autoclub.

Antonio Picazo nació en Albacete. Es escritor y periodista. En 1975 realiza su primer viaje e inicia así un largo camino que le lleva a conocer un buen número de países. Ha convivido con tribus de la Amazonia, Nueva Guinea, Tíbet y Mustang, Botswana, Venezuela, Namibia, Panamá, Mozambique, Uganda, Tanzania, los inuit del Ártico canadiense, los tuareg y peul bororo de Níger, los pueblos del Valle del Omo en Etiopía, etc.

Ha trabajado en diversos medios de comunicación y participado en programas de radio y televisión como divulgador de gentes y costumbres del mundo. En 1985 funda la Tertulia Madrileña de Viajes. En 1996 recibe el Premio Nacional de Periodismo “Don Quijote” para reportajes de viajes.


 

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