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Temporada de la trucha

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Desde el tercer domingo de marzo, tornan los devotos de la caña y el sedal a lanzar su ansiosa ilusión desde las riberas de los ríos que aún nos quedan, limpios y cantarines; incluso hacen más, en muchos casos, de apasionado mérito: introducirse literalmente hasta la cintura en la propia corriente, por ver de aproximar lo más posible el cebo a la tentación del pez.

Dando por descontada la emocionante pulsión deportiva del lance de la captura, que este cronista, de pertinaz indolencia ante todo cuanto al “sport” se refiere, puede llegar a comprender, aunque sin tentación de emulación alguna, lo que sí me admira y envidia sobremanera es la calidad excepcional del premio a lograr. Sí, porque desde hace no sé cuántos años ya, la posibilidad de encararnos, los del común, digo, con un plato bien surtido de perfumadas truchas salvajes es casi empeño imposible, dado que las truchas pescadas en los ríos –la restricción empezó por Francia, pero ya es, desde hace años, de alcance global europeo– no se pueden vender ni comercializar de ninguna manera. Lo cual quiere decir, véase tamaña injusticia, que, o tiene uno un amigo pescador, que se apiade y le provea a uno de tapadillo, o de aquel sabor añorado de la trucha natural sólo nos queda apencar con lo que la memoria conserve de los años de infancia y juventud.

pescado

Y más y peor, porque aún de aquel, del sabor de la infancia, ni siquiera al propio pescador le cabe, ya que la trucha común de hoy, de dominio absoluto y exclusivo en todos los ríos españoles, es la prepotente “arco iris”, que un día llegara importada de Norteamérica, y que aquí se quedó, poderosa y avasalladora, arrasando por desplazamiento de dominio a todas nuestras ancestrales especies autóctonas. En lo que hace a mi caso, las que mi memoria guarda con más arrobo de añoranza son aquellas en extremo delicadas y terciaditas “pintonas”, de a real la pieza, que un viejo pescador de entonces, que tenía en la caña su oficio principal, vendía a mi madre para que ésta proveyera así, con ellas, humeantes luego de hervidas en un caldo corto, la nutritiva dieta de un niño sempiternamente engripado.

Y con esto dicho, apunto ya un axioma que, siendo de universal rango en cualquier tipo de cocina, más lo es y con más fundamento en el caso de la trucha: cual el de que el mejor modo de guisarlas es siempre el más sencillo.

Simplemente hervidas, como queda dicho, están excelentes, siempre en un caldo lo más corto posible. En esta base de formulación se inscribe, por cierto, la receta que durante años, por no decir siglos, fue tenida por la de más ringorrango en la alta cocina: la famosa “trucha azul” (truite au blue, en su original francés), que llegaba a la mesa precisamente reteñida de ese color, por efecto de la adición de una buena dosis de vinagre a ese caldo corto de la cocción, y que se servía con un ligero napado de mantequilla fundida. También son de larga tradición, aunque ésta de mucha más raigambre popular, las truchas escabechadas, fórmula ésta, como bien se sabe, que nació en principio como recurso eficaz de conservación del producto, pero que bien elaborado, el escabeche, resulta muy gratificante sápidamente.

En todo caso, éxitos decimonónicos aparte, o recursos de practicidad popular de eficaz resultado, habrá que reconocer que la mejor formulación culinaria de la trucha es freírla, y no precisamente sólo y directamente en un buen aceite de oliva, que aun cuando es grasa buena, buenísima e ideal para casi todo, no lo es en este caso tanto, véase qué curioso, para la trucha. Cuando menos no en su concurso al ciento por ciento de proporción. Los gallegos lo combinamos con unto; otros, castellanos y navarros, por ejemplo, sofríen previamente un buen tajo de tocino.

Y, en fin, franceses y demás transpirenaicos, como ya quedó dicho, recurren en exclusiva a la mantequilla. Pero siempre, eso sí y en todo caso, con la sartén como esencial instrumento de cocción. En esto, como en tantas cosas, uno no puede por menos que estar plenamente de acuerdo, al respecto, con el aforismo que sentara mi ilustre paisana doña Emilia Pardo Bazán, quien sentenciaba preferirlas “con las tres efes”, a saber: frescas, fritas y frías. A lo que mi también paisano, el no menos ilustre Picadillo, añadía, con su proverbial sorna, una cuarta “efe”: …y fiadas, decía. Pues, también suscribo. Buen provecho.


 

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