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Toledo, otros tiempos

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Regreso de nuevo a Toledo con el ánimo inquieto de quién desea contemplar los fantasmas del pasado. Muchos años ha, desde que se inició en mí la afición por el Saber y por el Arte, que me impuse la obligación de pisar las mismas piedras que desgastaron tantos y tantos personajes, entre los que yo mismo, Enrique de Villena, me encuentro. Mi obligada cita anual… Pronto, la invocación surtirá el efecto deseado y los espíritus, generalmente, reticentes a abandonar sus seguras y reposadas guaridas, acudirán a mi llamada. De nuevo, esta noche, las calles de la Imperial serán dóciles y generosas al conjuro de mi voz y me mostrarán sus secretos.

Entro en Toledo por el mismo paso que utilizaron, desde tiempos inmemoriales, todos los viajeros llegados desde los Montes y por el camino de Mérida, aquél que llegaba a la urbe por la orilla izquierda del Tajo. El mismo que, hoy, es el paso natural de los huertanos de la Vega Baja, cuyos productos llenaron los mercados del barrio sur de la ciudad, recorriendo la calle dedicada a los Reyes Católicos. La enrojecida luz solar fenece tras el horizonte, tiñendo los suelos toledanos de vacilantes sombras y, entre ellas, se define una negra silueta. Un viejo judío se me acerca, me saluda con un leve y silencioso asentimiento de cabeza y me invita a acompañarle. Casi sin mirarle, respetuoso, le sigo y escucho…

La de los Católicos es vía antigua y palaciega, de nombre cambiante (el de hoy, lo recibió en 1916) e ignorancia mozárabe, pues fue el centro del barrio judío, como aún recuerdan las sinagogas de Santa María la Blanca y del Tránsito. Contraste con la imponente presencia que, a partir de la moderna plaza de Barrionuevo, exhibe el convento diseñado por Juan Guas y cuyo tramo se conoció como Carnicería de San Juan de los Reyes.

Según avanzamos, se me aparecen los tres valiosos edificios que conserva, procedentes de los siglos XIII, XIV y XV. El más moderno, San Juan de los Reyes, es el más incompleto, pues se destruyó el monasterio y parte del claustro gótico en 1808. Lejos quedan, sin embargo, el recuerdo que mi intangible guía guarda de los tres importantes palacios que aquí hubo. Correspondían al conde de Portalegre (sobre el solar hay una fábrica de damasquinados), a la condesa de Coruña del Conde (actual maternidad provincial) y a los marqueses de Villena (las ruinas están enterradas bajo el paseo del Tránsito), mientras, muy próximos, estaba el lujoso hogar de Leonor, condesa de Alburquerque y de Ledesma, esposa de Fernando de Antequera, y llamada la rica-hembra. Sobre este último, se levantó un convento de monjas franciscanas de Santa Ana, cuya capilla, lo único importante en pie, está dentro de la Escuela de Artes desde 1882.

Mi amigo me la describe con tal claridad de detalles que no necesito verla para dejarla impresa en mi memoria. No es la primera vez que lo hace, mas disfruto con su charla, capaz de avivar mis propios recuerdos. Luego, casi sin pausa, reinicia el paseo para alcanzar la calle de San Juan de Dios, lugar que, dada su fe, conoce perfectamente. La calleja vive en el centro de la Judería Mayor donde, siguiendo el ejemplo dado en Torrijos por Teresa Enríquez, apodada la loca del sacramento, el 17 de abril de 1567, Leonor de Mendoza, condesa de Coruña, fundó una nueva capilla que llamó del Corpus Christi. Mas, pocos años después, cambió de idea por no averiguadas razones y, en vez de simple capilla, donó iglesia y edificio anejo a la orden de San Juan de Dios, dotando su mantenimiento con una renta de ciento catorce mil maravedíes anuales, para convertirlo en hospital.

Rápidamente, se olvidó la original advocación del templo en favor del de la orden hospitalaria, nueva en Toledo, y dando nombre a esta calle. En ocasiones, se la titula de San Benito, como más gusta a mi amigo, por la inmediata ermita de los calatravos, costeada como sinagoga (hoy, del Tránsito) por Samuel Leví.

Sucesos olvidados
Mi conjurado amigo emite un suspìro de nostalgia que se diluye en un halo de invisible vaho. Y continúa… En las actuales casas 18 y 20, el 14 de mayo de 1569, fundó Santa Teresa de Jesús el carmelitano convento de San José, tras fracasar su acuerdo con los albaceas del piadoso mercader Martín Ramírez. Se alojaban la santa y dos hijas de religión venidas del convento abulense, en el palacio de Luisa de la Cerda. Allí, negoció y estimó excesivas las pretensiones de Alonso Alvarez, heredero y albacea del mercader, y de su yerno Diego Ortiz, de fundar una casa de la descalcez a expensas del legado del devoto comerciante. Ello, la llevó a crearlo con independencia, superando la oposición del gobernador eclesiástico Gómez Tello Girón y logrando licencia eclesiástica el 8 de mayo.

Poco después, arrendó las citadas casas y, sin medios materiales ni permiso de propiedad, las convirtió, en una noche, en capilla y convento, diciendo, al amanecer, la primera misa. No obstante, no pemaneció allí ni un año, pues recibió una gran cantidad de los albaceas a cambio del patronato de la capilla mayor y compró, por doce mil ducados, casa más amplia en la plaza de las Capuchinas, lugar del convento hasta su traslado definitivo al de San José.

La memoria olvida estos sucesos igual que los escasos restos no revelan la existencia de la principal residencia de la Duquesa Vieja que, según Salazar de Mendoza, «estiendese desde el Paso del Carbon hasta san Benito, y cae la mayor parte de ellas sobre la Plaça del Marqués de Villena, cuyas casas están muy cerca, a calle en medio». La duquesa era la de Arjona, Aldonza de Mendoza, hija del almirante de Castilla Diego Hurtado de Mendoza, nieta de Enrique II y desposada con el duque de Arjona y conde de Trastámara Fadrique Enríquez de Castro, señor de Lemos.

Al igual que las ruinas del palacio, pierdo a mi judío amigo y avanzo por mi mismo, dejándome llevar, esperando. No obstante, la espera es corta. Pronto, cerca de la calle de San Marcos otro compañero, esta vez musulmán, me sale al paso. Es buen lugar: en el número 1 estuvo, desde época ignorada, la iglesia mozárabe de San Marcos que, por ruina, se trasladó a San Bartolomé en 1778. Transhumancias varias la llevaron, en 1973, a Santa Eulalia, no sin antes, ocupar el amplio templo de los trinitarios calzados, vacío por las leyes desamortizadoras.

En rededor de San Marcos se instalaron los tintoreros en época árabe, por lo que se llamó barrio de los tintes a fines del siglo XII. Mas, pronto emigraron a zonas donde el agua era más abundante y más cómoda de llevar, por lo que, desde el XIII, se denominó tintes viejos al paraje que fue ocupado por numerosos clérigos y servidores de la catedral.

También mozárabe es el templo de Santa Eulalia, en la cuesta dedicada a Garcilaso de la Vega desde 1864. El poeta nació en un palacio, sólo presente ya en la literatura, que debió ser amplio y digno cuando en él se alojó Germana de Foix, ex-reina de Navarra, en enero de 1526. Hoy, sólo resta un solar y tres vulgares paredones, pobre remedo de la calle que, en 1561, se denominaba Portería de Santo Domingo, aludiendo al de Silos, y, en 1776, como calle que sube a Santa Eulalia, comenzando en la plaza del Colegio de Doncellas y compuesta por dieciséis casas

Subiendo agua
Un giro a la derecha, un requiebro y, tras mi apenas intuido compañero, alcanzo la plaza de Santo Domingo el Real. El sólo susurra nombres e historias (incluso, me cuesta oírle). Leyendas de literatos y donantes de lápidas sobre la calle, sobre su cobertizo y sobre la plaza. La rúa se conoce, más bien, como cobertizo, aunque pertenezca al convento de Santa Clara -cuyo pasadizo la cruza-. Es esta calle toledana, poco frecuentada, una de las pocas cuyo trazado está excavado en la viva roca, sobre la que asoman los cimientos del convento de Santa Clara y los del palacio de los Malpica y Valdepusa. Costosa obra que debió realizarse en 1568, cuando se rebajó el pavimento del cobertizo para facilitar el paso bajo él y evitar que las lluvias vertiesen en el monasterio de las dominicas, encauzando el agua hacia la plazuela de los Carmelitas y el Cristo de la Luz. Una guardería montada por las dominicas ha animado, recientemente, este pasaje donde, antes, crecía abundante hierba entre los guijarros.

Cerca, la plaza de Santa Clara, nombre del primer convento de franciscanas fundado en Toledo, era, en origen, un corral con única entrada, flanqueada por el picadero del marqués de Malpica, cuyo antepasado, Per Afán de Ribera, poseyó incluso, el solar de la plazuela que cedió a las monjas en 1397. La brisa porta los recuerdos de vecinos tan antiguos como Diego Alfón, caballero toledano dueño de casas grandes antes de 1292 y cuyo nieto fue alcalde mayor de Toledo y cuya hermana María Meléndez, casó y enviudó de Suero Téllez de Meneses (sobrino del arzobispo Gutierre Gómez) sin sucesión, por lo que el 12 de marzo de 1369 donó los palacios a la comunidad femenina de Santa María y San Damián.

Mas, un murmullo resentido, me recuerda que ante la puerta del palacio de Diego Alfón celebraron sus juicios los alcaldes toledanos en el siglo XIII, carente el juzgado de local propio y siendo Alfón alcalde mayor. Esta tendría un tejadillo para proteger del sol y la lluvia a litigantes, testigos, juez y escribano.

Me deja mi agareno en manos de otra sombra no menos antigua, aunque no pueda ver las arrugas de la vejez. Siento palpitar la duda en esta entidad obligada a renunciar a la fe criada cuando niño, en favor del cultivo adulto del dios cristiano. El converso parece más dicharachero, más animado, a pesar de todo, y encamina mis pasoa hacia la calle de Azacanes. Nombre gremial y etimología árabe referida a los modestos trabajadores que, en el siglo XIV, por ella transitaban, subiendo agua a la villa a lomos de asnos provistos de unos entramados de madera donde encajar los cántaros. Los salientes de las aguaderas golpeaban a los distraídos transeúntes, por lo que se llamaron cornadas de borrico.

El oficio de aguador era libre para cualquiera, aunque, en 1563, fue sujeto a normas sobre medidas de cántaros, contenido de cinco azumbres y cuarto de agua y sellos de fabricante «con la marca que por mandado de la ciudad al presente se le ha dado a cada uno». Su incumplimiento penalizaba con multa de doscientos maravedises y la rotura de los cántaros de medida inferior. Los sucesivos abastecimientos construidos desde mediados del XIX, acabaron con el oficio, aunque, hasta 1945, se surtieron aljibes con agua de la fuente de Cabrahigos, no faltando los asnos con cántaros para llenar las tinajas de casas particulares, pues el agua del río no era realmente potable.

Ejecuciones y fiestas
La sombra del converso ha desaparecido. No desea llegar más allá, sobre todo, porque mis pies me llevan al centro de la ciudad, a la conocida plaza de Zocodover. Lugar maldito para muchos, sólo puedo contar con la alianza de los muertos violentamente. No tarda en aparecer una sombra en la que ciertos rasgos se marcan con mayor fuerza. Prefiero, por ello, no preguntar. Sólo escucho.

Los romanos cambiaron el difícil paso del Tajo a través de un vado por un puente de piedra. Sobre el puente, construyeron una calzada y, junto a ella, un castillo que aprovechó la escarpada roca del cerro toledano y, a su costado, la población sometida, sujeta a un pesado tributo. Conquistada por la fuerza, fuertes deben ser las defensas hacia el río y el puente y fuerte la protección de los legionarios y de sus jefes frente a los sometidos. Para ello, otra muralla separa el pretorio del caserío celtibérico. Muro provisto de varias puertas frente al cual dejar una tierra de nadie que amplía el campo de tiro e impide un asalto repentino. Mas, los restos encontrados (un muro de 2,60 metros de espesor en el oriente de Zocodover, hallado en 1940) no son romanos, sino obra de los seguidores de Alláh.

Creado el espacio vacío, Zocodover se convirtió en el nexo de unión entre los habitantes del burgo y los soldados y la minoría gobernante, obligados a adquirir provisiones, animales de carga y de silla, ganado comestible y enseres a agricultores, artesanos y comerciantes. De ahí el nombre de la plaza: Suk-al-dawab o mercado de las bestias. De periodicidad semanal, normal en los zocos árabes, Enrique IV lo convirtió en feria franca a celebrar los 52 martes del año.

«No es el único suceso. Acaso sí, el más halagüeño», oigo a mis espaldas. El acto público más antiguo celebrado en la plaza es la recepción dada a Alfonso VII, en 1139, por el arzobispo Raimundo, rodeado de clérigos y monjes, tras reconquistar a los almorávides el castillo de Oreja, la antigua Aurelia. Aunque el más frecuente es el mercado, donde se dan cita artesanos y comerciantes, villanos y judíos, mesones, tabernas y bodegones, albarderos y vinateros, vidrieros y carpinteros. De hecho, aquí hubo hasta quince mesones distintos en el 1176, mientras que señores e hidalgos acudían a vivir a la plaza, prestos a disfrutar de corridas de toros y juegos de cañas.

También se representaron autos sacramentales, a fines del siglo XVI. Y dado el ejemplo que debía producir, tuvieron lugar aquí, durante años, la ejecución de criminales comunes y de relajados autos de fe, para los que se levantaban dos cadahalsos: uno, para señores y autoridades y, otro, para reos y penitentes. La última ejecución pública se realizó el 25 de noviembre de 1822, dando garrote vil al capellán de coro Atanasio García Juzgado, tras formar en una partida absolutista contra el gobierno liberal.

¿Es miedo lo que presiento en la voz de mi amigo? Le miro, sintiendo el mismo estremecimiento que sacude su sombra, y contemplo cómo, sin despedirse, huye del lugar. Le entiendo y, tras perderle en la oscuridad, reinicio el paso. Golpeo las piedras de Toledo con mis pies. Es madrugada y no veo a nadie alrededor. Sólo me acompañan los fantasmas de la Imperial y me encuentro a gusto. Una sonrisa aparece en mis labios, porque, en la siguiente calle, descubro otra sombra plagada de leyendas y agradezco el poder de mi invocación.

Ahora, sólo debo escuchar…

La documentación del presente artículo está recogida en el libro Historia de las Calles de Toledo, escrito por Julio Porres Martín-Cleto. Tres volúmenes. Editorial Zocodover. 3ª Edición. 1988. Toledo.

 

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